Neobabel

O cuando la cruda nos alcance

#DomingoDeAnécdotas (28)

Dicen que quienes conocemos la soledad nos reconocemos entre nosotros. Ese día, viéndote triste frente a la exhibición, vi que también pasa con los pingüinos: en el acuario anunciaban como novedad a Alex, el pingüino chilango, nacido aquí en la la caótica CDMX, tan lejos de ambos polos y a tanta altura. Tú lo veías como si lo quisieras acompañar, porque aunque visualmente era indistinguible de todos los demás, destacaba con su melancolía de entre el grupo porque estaba aislado, cabizbajo, viendo como con nostalgia el agua de su celda con pared de vidrio que era mitad piscina, mitad remedo de escenario de tundra hecha de plástico y cemento pintado de blanco y azul. Cuando se da esa extraña coincidencia y dos (o tres) soledades se encuentran -se reconocen- algo doloroso se exhibe, un anhelo nace, empieza a dibujarse una esperanza de ya no sentirse solo y de saberse comprendido. O eso quise interpretar al verte de espaldas, mirando fijamente a un ave afligida cuyos genes le impedían volar del mismo modo que su cautiverio jamás le permitiría conocer la libertad.

Ya habíamos tenido algunas citas, como esa primera en un laberinto de luces, donde te tomé de la mano para guiarte fuera de la mazmorra como los héroes rescatan a sus princesas en los mitos, y capturé en decenas de fotografías los múltiples colores que luminosos se reflejaban en los rizos de tu pelo y en esas gentiles facciones tuyas que una noche enamoraron a todo un país en el noticiario estelar de la televisión abierta. No solo me parecías increíblemente lindo físicamente. O, mejor dicho, me parecías lindo de más de una manera: también me desarmaba tu voz al sutilmente imprimir un dejo de tristeza en tus bromas, o tu mirada llena de inocencia pícara que iluminaba toda la habitación y yo esquivaba intuitivamente para no sucumbir fulminado por ella.

A los escritores como tú, además, se les puede conocer de una manera más íntima y profunda por sus textos. No sé qué mecanismo activaron en mí tus cuentos sobre dolor y sobre todo de abandono, pero terminé cayendo en esa admiración que se siente como preludio del profundo enamoramiento. Igual -me permitía fantasear- podríamos ser -intensos como éramos- como los Verlaine y Rimbaud del Estado de México. Obviamente de broma. Con tu humor que a veces era punzante porque era el destilado de un intenso sufrimiento, o a veces solo era muy inocente, como cuando te regalamos unas estampitas del Rayo McQueen y te alegraste, o cuando jugamos a grabar un podcast sobre caldos tlalpeños en el Sanborns (que habría sido un éxito con tu carisma) y yo juraba que habías nacido para ello, con tu humor encantador, o como cuando por whatsapp charlabas conmigo fingiendo ser tu perro y yo hacía un esfuerzo sobrehumano para seguirte la corriente y eso lo hacía todavía más gracioso.

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