Érase una vez un patito al que un perro malo le dio violín. El patito estaba solo y aburrido sobre las piernas de una amiga extrañando la bolsa enorme donde su padre lo colgaba. Pensó primero en ahorcarse un día de tantos con la cadena que tenía incrustada en el cogote, o dejar que su medio hermano el Pepper lo ensuciara con babas hasta que quedara negro y lo tuvieran que tirar. Él no estaba vivo y en eso tenía desventaja. Pero ya estaba acostumbrado a toda esa pasividad. Pasar de mano en mano por dos escuelas y un gimnasio, que unos dedos curiosos le pasaran los intestinos de la panza a la cabeza, de que le robaran besos en el cuello y que le buscaran un hoyito para meterle el dedo. Eso de «hoyo aunque sea de pollo» había degenerado en él. Un pico no puede sonreír y tampoco muestra sentimientos: en esto se sintió minusválido.
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